“Todos somos como una escalera, un
escalón tras otro,
que llevan arriba y abajo pero en la
misma dirección”
¿Qué cuentan, amigos lectores?
Aquí me tienen
de vuelta junto a un buen té contra el frío, mientras escribo con una sonrisa
de oreja a oreja tras leer mi nuevo descubrimiento clásico, un libro que
también fue base para una película del mismo nombre: El Club de la Buena Estrella, de Amy Tan. Gracias a la peli (muy buena) me fui al escrito (mucho
mejor) por lo cual sólo me queda dar gracias a quien me presentó esta obra,
antes de ponerme a divagar de ella:
La novela nos
muestra a cuatro mujeres chinas con dos cosas en común: son inmigrantes en
Estados Unidos y poseen una gran amistad, cuyo lazo se refuerza por... “El Club de la Buena Estrella”, bautizo
que dan a una serie de reuniones que realizan en las que juegan al Mah Jong y comparten sus anhelos y
decepciones. A través de ellas se muestra un paralelo de sus relaciones con sus
hijas, jóvenes criadas en Norteamérica y por lo mismo, con ideas un poco
diferentes a sus madres. (¿Muy irónico el poco?... Yap, fin de la copucha que
ya me fui mucho de lengua)
Teniendo
narración en 1° persona que refuerza el ánimo de cercanía entre lector y
personaje, Amy me mostró una serie de
historias donde supo ambientar ambas culturas y darles su protagonismo, además
de marcar ese mudo choque que tienen, y que va repercutiendo en las vidas de
los personajes. El libro me atrapó de inmediato y debo destacar la forma,
sencilla a veces, poética otras, con que la autora logra transmitirte las
emociones del minuto: ahora estás feliz porque An-Mei logró escapar de ese novio indeseable, luego tensa viendo a Lena ser testigo de esa discusión, más
rato frustrada y triste como Ying-ying,
por el milagro no concedido pese al esfuerzo, y después emocionada frente al
viaje de Jing-mei; por nombrar
algunos guiños. Quizás los únicos peros acá fueron, unas pocas redundancias en
ciertos momentos, de las que remarco una que en vez de molestarme, terminó
sonándome a chiste:
“Y yo veía a Shirley bailando un zapateado o
cantando una canción de marineros o frunciendo los labios
hasta formar una O muy redonda mientras decía – Oh, Dios mío –”
Por si quedaban dudas
de lo repetida de la O... ¡me la remarcan!
¿No habrá sido
aposta?
Más importante, pues me
interrumpió el enganche un par de veces, fue encontrar el temido tropiezo de
quien busca repartir el foco entre varios personajes: cuatro madres, cuatro
hijas y todas con el mismo peso en la historia. Más unas que otras de pronto se
me revolvieron y crucé parentescos y/o relatos, adjudicándole a Suyuan lo vivido por Lindo, o dejándole a ésta la hija de
otra. Con todo, gracias a un buen orden de la narración y el conocer más a las
mujeres con la lectura, las confusiones son cada vez menores; para andar
manejando a ocho chicas, reconozco que la autora supo defenderse bien.
Con
los personajes tampoco se quedó atrás: bien presentados y perfilados también
los sentí muy cercanos. Desde problemas que varían entre los densos y
declarados –los que por muy dramáticos que se vean en el minuto, no puedo decir
que esté libre de vivirlos– a trancas personales y silenciosas las que me
atrevo a asegurar que al menos con una, o te sentirás identificad@ o te
recordarán a alguien, madres e hijas van relatando sus experiencias y
encontrones, haciendo que te sea muy difícil verlas con indiferencia: o las
adoras o detestas según el momento; personalmente me gustaron todas, si bien Yin-ying y Waverly fueron las que más me llegaron.
Creo que el
mayor punto fuerte de este libro está en las historias mismas, explicadas en
distintos relatos con su propia protagonista y que, sin embargo mantiene la
línea de trama al estar entrelazados; un hilo que noté páginas más adelante y
cual si estuviera armando un rompecabezas, terminé apreciando más la obra
conforme me acercaba al final. También rescato ciertos momentos divertidos que,
sutiles o descarados, Tan entrega a
lo largo de la obra, a veces salpicados de ese tira y afloja entre ambas culturas
(Un gran ejemplo es ése momento en que el novio norteamericano asiste a una
cena familiar donde, ignorante de las costumbres chinas y con una cándida
sonrisa arruina la velada, eso sí, “con
la mejor de las intenciones”) O instantes de sabiduría, como el guiño a la
idea de que los hijos aprenden más de ejemplos que de palabras, tan bien
mostrado en la voz de An–Mei:
“Me educaron a la manera china: me enseñaron
a no desear nada, a tragarme la desgracia de otros, a comerme mi amargura ¡Y
aunque enseñé a mi hija lo contrario, ella ha seguido el mismo camino!”
Claramente
lo recomiendo de pé a pá, y encantada compartiré opiniones de esta novela con
aires nostálgicos y familiares, que sin ser de esa índole, hasta podría tener
tintes terapéuticos con las indirectas enseñanzas que entrega. Más allá de los
gustos no veo un límite para la recomendación, aunque tal vez surjan algunas
lagrimitas inesperadas al terminar la lectura. ¡Quién avisa no es traidor!
Sin más vuelvo
a mi rincón a tomarme mi pastillita, y luego saltaré al rincón vecino para
darle un buen abrazo a mi madre.
¡Felices lecturas para todos!
S.
K. Seibert.
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